El valle de los santos
Montes de Valdueza y su monasterio sobreviven en uno de los rincones más apartados de El Bierzo
07.03.08 -
JAVIER PRIETO GALLEGO
Un pastor con su rebaño de ovejas y cabras regresa a última hora de la tarde a la localidad de Montes de Valdueza, en El Bierzo. / FOTOGRAFÍAS JAVIER PRIETO
DE INTERÉS
En marcha. A Montes de Valdueza se llega por la carretera que, desde Ponferrada, indica hacia San Esteban de Valdueza y Peñalba de Santiago. Tres kilómetros antes de esta localidad se abre el desvío que lleva hasta Montes de Valdueza.
El monasterio. Puede visitarse la iglesia preguntando en el pueblo. Tel. 609 20 35 45 -646 31 81 57.
El paseo: Un camino señalizado con las balizas de pequeño recorrido PR. LE-14 enlaza las localidades de Montes de Valdueza y Peñalba de Santiago. Tiene siete kilómetros de trazado y vienen a recorrerse en unas dos horas. Parte del recorrido discurre por uno de los canales romanos que llevaban agua a Las Médulas. También pasa junto a la Cueva de San Genadio. En Peñalba de Santiago puede visitarse la iglesia de Santiago.
Dormir. Información turística: 902 20 30 30.
El monasterio. Puede visitarse la iglesia preguntando en el pueblo. Tel. 609 20 35 45 -646 31 81 57.
El paseo: Un camino señalizado con las balizas de pequeño recorrido PR. LE-14 enlaza las localidades de Montes de Valdueza y Peñalba de Santiago. Tiene siete kilómetros de trazado y vienen a recorrerse en unas dos horas. Parte del recorrido discurre por uno de los canales romanos que llevaban agua a Las Médulas. También pasa junto a la Cueva de San Genadio. En Peñalba de Santiago puede visitarse la iglesia de Santiago.
Dormir. Información turística: 902 20 30 30.
A la vista de lo que hay resulta difícil imaginar cómo debían pintar en la profunda Edad Media los apartados rincones montañosos por los que baja el río Oza, culebreando entre precipicios, hacia la localidad de Ponferrada. O a lo mejor no tanto: si hoy ese apartado valle, al que sólo se puede llegar por una estrecha carretera sin quitamiedos o en el helicóptero de la Guardia Civil, parece el fin del mundo, en el siglo VII debía de ser algo así como el fin del Universo, un confín de la galaxia, la antesala misma del cielo o del infierno, dependiendo de los merecimientos de cada cual.
Es en aquel siglo lejano cuando san Fructuoso, al que cinco personas juntas le debían de agobiabar más que un autobús a rebosar en hora punta, cansado de las aglomeraciones que le asfixiaban en el ya de por sí pequeño, solitario y apartado monasterio de Compludo, decide abandonarlo y tirar montaña arriba en busca de un lugar al que no se llegará ni por recomendación del Papa. Y lo encontró en el escaso rellano de una ladera, en lo alto de un valle rodeado de montañas cuyas cumbres sobrepasan los dos mil metros, ricas en bosques tupidos y cuevas naturales, de paso hacia ninguna parte y tan difícil de transitar que debió de parecerle ideal para olvidarse de los trajines de un mundo que, en aquella época, desalojaba al infiel a sablazos.
Así comienza la historia de la fundación del monasterio de San Pedro de Montes, el segundo puesto en pie por este santo tan emprendedor como amante de las soledades. Unas soledades que tampoco debieron de durarle mucho, a pesar del empeño puesto, ya que pronto, su fama de santo varón atrajo por el sendero de los precipicios a un tropel de seguidores empeñados en imitar su modelo de vida, de tal forma que el pequeño oratorio habilitado por san Fructuoso acabó convertido de nuevo en pequeño convento. Para mayor incordio, pasados unos años, san Fructuoso se vio obligado a abandonar su particular rincón de santidad y regresar de nuevo a Compludo para solucionar asuntos pendientes.
La vida del monasterio continuó con un nuevo abad hasta que en torno al siglo VIII, se cree que por efecto de la conquista musulmana, se le pierde el rastro y cae en el abandono. Y así hubiera quedado si no aparece por ese mismo valle, en el año 890, otro entusiasta de las soledades y la vida penitencial, san Genadio, a quien se debe la revitalización espiritual de unas montañas, los Montes Aquilanos, adoradas por los celtas como si fueran dioses.
Él, con ayuda de otros doce monjes, acomete la refundación del monasterio del san Pedro y, andando el tiempo, la fundación de otro cenobio en un valle colindante, Santiago de Peñalba, cuya iglesia, único vestigio de aquella fundación, luce hoy como una auténtica joya del mozárabe leonés. Tras unos años en los que Genadio ejerció como obispo de la Diócesis de Astorga regresó de nuevo al valle para afianzarse en la vida eremítica hasta el punto de retirarse a vivir en una pequeña cueva que la tradición sitúa justo a la entrada del conocido como valle del Silencio, cuyo nombre no se sabe si responde a una norma imperativa para quien quisiera acercarse de visita o sólo refleja el hidrónimo del arroyo que pasa por el fondo de la vaguada. La historia del monasterio de San Pedro de Montes es, en general, la de un centro de influencia que, con altibajos, ejercerá su poder en este entorno de montañoso, dando lugar a pequeñas poblaciones, como la de Montes de Valdueza, a cuya entrada se encuentra hoy. La Desamortización forzó el abandono del edificio que, convertido en almacén de maderas, vivió un pavoroso incendio en 1842. Los restos, pendientes aún de una imperativa restauración, conservan un irresistible poder de evocación.
info@javierprietogallego
Es en aquel siglo lejano cuando san Fructuoso, al que cinco personas juntas le debían de agobiabar más que un autobús a rebosar en hora punta, cansado de las aglomeraciones que le asfixiaban en el ya de por sí pequeño, solitario y apartado monasterio de Compludo, decide abandonarlo y tirar montaña arriba en busca de un lugar al que no se llegará ni por recomendación del Papa. Y lo encontró en el escaso rellano de una ladera, en lo alto de un valle rodeado de montañas cuyas cumbres sobrepasan los dos mil metros, ricas en bosques tupidos y cuevas naturales, de paso hacia ninguna parte y tan difícil de transitar que debió de parecerle ideal para olvidarse de los trajines de un mundo que, en aquella época, desalojaba al infiel a sablazos.
Así comienza la historia de la fundación del monasterio de San Pedro de Montes, el segundo puesto en pie por este santo tan emprendedor como amante de las soledades. Unas soledades que tampoco debieron de durarle mucho, a pesar del empeño puesto, ya que pronto, su fama de santo varón atrajo por el sendero de los precipicios a un tropel de seguidores empeñados en imitar su modelo de vida, de tal forma que el pequeño oratorio habilitado por san Fructuoso acabó convertido de nuevo en pequeño convento. Para mayor incordio, pasados unos años, san Fructuoso se vio obligado a abandonar su particular rincón de santidad y regresar de nuevo a Compludo para solucionar asuntos pendientes.
La vida del monasterio continuó con un nuevo abad hasta que en torno al siglo VIII, se cree que por efecto de la conquista musulmana, se le pierde el rastro y cae en el abandono. Y así hubiera quedado si no aparece por ese mismo valle, en el año 890, otro entusiasta de las soledades y la vida penitencial, san Genadio, a quien se debe la revitalización espiritual de unas montañas, los Montes Aquilanos, adoradas por los celtas como si fueran dioses.
Él, con ayuda de otros doce monjes, acomete la refundación del monasterio del san Pedro y, andando el tiempo, la fundación de otro cenobio en un valle colindante, Santiago de Peñalba, cuya iglesia, único vestigio de aquella fundación, luce hoy como una auténtica joya del mozárabe leonés. Tras unos años en los que Genadio ejerció como obispo de la Diócesis de Astorga regresó de nuevo al valle para afianzarse en la vida eremítica hasta el punto de retirarse a vivir en una pequeña cueva que la tradición sitúa justo a la entrada del conocido como valle del Silencio, cuyo nombre no se sabe si responde a una norma imperativa para quien quisiera acercarse de visita o sólo refleja el hidrónimo del arroyo que pasa por el fondo de la vaguada. La historia del monasterio de San Pedro de Montes es, en general, la de un centro de influencia que, con altibajos, ejercerá su poder en este entorno de montañoso, dando lugar a pequeñas poblaciones, como la de Montes de Valdueza, a cuya entrada se encuentra hoy. La Desamortización forzó el abandono del edificio que, convertido en almacén de maderas, vivió un pavoroso incendio en 1842. Los restos, pendientes aún de una imperativa restauración, conservan un irresistible poder de evocación.
info@javierprietogallego